20101209

El Cometa VIII: Nuevo comienzo

Sintió la humedad en sus ojos. Sintió como la pena se transformaba en esperanza y se agolpaba detrás de sus pupilas, llenándolas hasta el punto en que ya no pudo resistir y un par de lágrimas formaron veredas en la piel de su rostro. Entonces quiso bañarse en esa esperanza, en esa claridad emanando del diario del capitán. Josef Herz bien podía ser un científico pero, antes que cualquier cosa, era un hombre. Y acababa de encontrar algo que ya había dado por perdido: su propósito.

¿Qué es un hombre sin un propósito? Se preguntó. Una masa de moléculas agrupadas de cierto modo para ocupar un espacio. Un grupo de átomos y genes con personalidad. Un animal bípedo consciente, dicen que capaz de amar como resultado de una serie de impulsos químicos. Pero, sin un propósito, la levedad de su alma es insoportable. Sin un objetivo, su conciencia navega en un mar de ambigüedad y antipatía.

Josef decidió que no quería ser un ente muerto en vida, tan sólo existiendo, sobreviviendo el inexorable paso de los años. Después de leer algunas páginas del cuaderno del capitán Andoni, no pudo evitar identificarse con él. Incluso, tal vez, podrían haber sido amigos. Podría ser que ya sentía haber adquirido cierta complicidad con él, como la de dos viajeros perdidos y atormentados cuyos recorridos se entrelazan. Nunca había conocido a alguien con tanta determinación por conseguir lo que quería. Vaya, ni siquiera la obstinación del Dr. Grund, siempre empeñado en demostrar sus hipótesis, podría compararse a la del valiente astronauta.

Puede ser que la causa a la que se aferra sea una causa perdida. Puede ser que él se haya perdido desde mucho tiempo antes de perseguirla. Ha estado viviendo en un valle de incertidumbre, deambulando entre estrellas y planetas, desgajando las nubes en vanos intentos por salir de ahí. Tiene miedo. Como a cualquier hombre de ciencia, le asusta la idea de no tener el control, de que existan variables con las que no contó. ¿Y si el cometa que tanto desea encontrar se ha extinguido, desintegrando todas sus esperanzas a la vez? ¿Y si sencillamente chocó contra un planeta, o incluso contra un sol, dejando tan sólo un rastro confuso de piedras violáceas esparcidas por el universo? ¿No era ése, al fin y al cabo, el destino final de los cometas? Demasiadas preguntas. Demasiados caminos. Todo se reduce a dos opciones, ninguna más alentadora que la otra. La primera es seguir el ejemplo de Andoni: continuar con la misión hasta el final, combatiendo los fantasmas de las posibilidades infinitas del destino. La segunda: reparar el tablero de navegación de la nave y tratar de regresar a casa, o al menos a lo más cercano a esa definición, sabiendo que terminaría sus días peleando con su conciencia sobre una meta inconclusa.

No. No dejaría que su alma volviera a consumirse en un laberinto de memorias y probabilidades. Nunca más permitiría que las imágenes cotidianas atravesaran borrosas sus ojos. Sus ojos heridos por la ausencia. Y la ausencia acompañándolo siempre, como una gran contradicción. A contratiempo seguirían transcurriendo los años, disolviéndose tan vagamente como habrían llegado, dejando vestigios de hielo y distancias irregulares.

Resuelto, Josef tomó el diario y las diminutas rocas, guardándolos en la caja donde los había descubierto. La cerró cuidadosamente y se incorporó. Se aferró a su nuevo tesoro, como si su vida dependiera de ello, y salió del camarote. Tal vez no estaba tan equivocado: una vez más, estaba adoptando la esperanza como combustible para su viaje. Anduvo errante entre pasillos derruidos, máquinas escupiendo cables y chispas, y bodegas aún humeantes tras la destrucción que dejaron los piratas espaciales, hasta que se enfrentó a una encrucijada más (como si no hubiera tenido suficientes). ¿Debía volver a su cápsula e intentar emprender de nuevo el camino, aunque con coordenadas prácticamente definidas al azar? ¿O quizá sería una mejor opción permanecer en la estación? Al menos aquí aún había provisiones suficientes. Para cuánto tiempo, no lo sabía con exactitud, pero estimaba un par de meses, racionando todo cuanto le fuera posible. De quedarse en este lugar, podría investigar posibles destinos para su viaje o, incluso, intentar seguir el rastro de los piratas, en busca de una oportunidad de ampliar su colección de polvo cósmico. Sólo había un pequeño inconveniente: la plataforma interestelar no sería nada fácil de mover. Aún con el suficiente combustible, necesitaría la tripulación adecuada para desplazarse hacia cualquier sitio. Sólo quedaba una cosa por hacer...

Era una locura, lo sabía. Se decidió por una tercera opción: se movería sin moverse. Desactivando los campos gravitacionales, podía procurar que la estación flotara. Aunque, eso sí, sin un curso definido. Esperaría, a la deriva, hasta llegar lo suficientemente cerca de algún planeta como para ser atraído por él y, justo antes de estrellarse en la superficie, escapar en la nave y tratar de aterrizar. Entonces ya vería cómo arreglárselas. Lo que el Dr. Josef Herz estaba a punto de hacer era una locura, sí. Ciertamente, no sabía qué esperar. Pero a estas alturas, ya no se trataba de esperar, sino de vérselas con su destino. Y para eso, estaba dispuesto a intentar cualquier cosa.

Now I'm ready to start
I would rather be wrong
than live in the shadows of your song
My mind is open wide
and now I'm ready to start
Your mind surely opened the door
to step out into the dark
Now I'm ready.

- Arcade Fire

20101025

El Cometa VII: The journey is the destination.

Heidelberg, Alemania. 27 de julio de 2208

Cinco meses. Cinco meses y diecinueve días han pasado desde mi primer y único encuentro con Melpómene. Sí, lo sé. No es exactamente normal ponerle nombre a un cometa, al menos no para la gente común y corriente, como yo. Sencillamente no lo pude evitar. Debe existir en este mundo algún astrónomo que lo haya visto desde su telescopio y lo haya nombrado de una forma menos coloquial; muy posiblemente con un número, tal vez un par de letras. Pero al menos me quedará siempre la satisfacción de saber que mi ocurrencia fue infinitamente más adecuada. Después de todo, desde ese día tengo impulsos recurrentes por escribir. No lo hago diario, y no siempre las páginas logradas sobreviven. No sé si mis líneas tienen un grado de coherencia, como tampoco tengo la certeza de que alguien las leerá algún día. Sólo espero que sirvan para explicar esto que me pasa. Sólo quiero vaciar mi mente en el papel; mi sangre se diluye en tinta y los trazos flotan como hilos de recuerdos. Melpómene es la musa de mi tragedia.

¿Cuántos caminos he recorrido? Aunque lo intentara, no podría decirlo con exactitud. Mi travesía comenzó en Cataluña, o lo que queda de ella, tras ser bombardeada durante la Guerra del Estatut en el 2106. A lo largo de mi paso por la región, he conocido pueblos en reconstrucción y ciudades cuyas calles se resquebrajan en añoranzas de paz. Entre villas y viñedos, atravesé Francia, sin encontrar lo que he estado buscando desde mi partida: polvo cósmico. Lo extraño del caso es que ni siquiera estoy seguro de que un puñado de piedras que nunca he visto pueda recrear lo que pasó esa última vez. El cielo era rojo, casi color púrpura, y llovía. Justo como ahora. La diferencia es que ahora me siento mucho más solo que antes. Llevo semanas sintiendo cómo este vacío crece y me carcome las entrañas lentamente. Como si el cometa se hubiera llevado algo de mí, no sé qué todavía. Algo importante. Mi risa, tal vez. Mis lágrimas. El significado de mi mirada. Mi certidumbre. Es algo tan abstracto que consume mi respiración. Y lo hace tan furtivamente que, cuando me doy cuenta, ya se me escapó un suspiro.

Ayer soñé que no me había rasurado. Ni la barba, ni las ideas, ni el tiempo. De repente era el mismo de hace unos años. Apenas había entrado a la Academia Espacial y tenía por delante siete años de cursos, teorías y prácticas. Al final, todo salía bien: me graduaba con honores y me convertía así en astronauta de la European Space Agency. Lástima que fue sólo eso: un sueño. Cuando desperté, recordé que en realidad había viajado tan lejos como me había sido posible de ese mundo. O tal vez era una excusa para huir de la posibilidad de descubrir otros mundos. Lo cierto es que tenía miedo de convertirme en un viajero de casualidades inconclusas. Alguien con miles de kilómetros a cuestas, con cientos de paisajes en la maleta, pero sólo un puñado de recuerdos de cada lugar que había visitado. Quizá ni siquiera eso. Sentía que si me alejaba en pos de otros planetas dejaría de apreciarme a mí mismo dentro de éste. Me perdería dentro de un entorno tan cambiante que no alcanzaría a reconocer los pequeños pedazos de coherencia en él. Como cuando armas un rompecabezas y te encuentras dos piezas totalmente opuestas: de distinto color, tamaño y forma. Y aún así, sabes que pertenecen a la misma imagen fragmentada. No importa tanto qué piezas escojas para empezar, ni el orden en que decidas unirlas, si después de todo estás a gusto con el resultado.

Ahora mismo, me veo tentado a sentarme en una banca de piedra para descansar. En lugar de eso, solamente me detengo tras la cortina de agua creada por los brazos de un árbol para contemplar el implacable discurrir del río Néckar a través de los puentes, que sólo son testigos de su determinación. Frente a mí, a un par de kilómetros pendiente abajo, se encuentra el inconfundible Alte Brücke, entrada a la parte antigua de la ciudad. Al fondo se eleva el castillo de Heidelberg como un guardián cansado que ha visto de todo al pasar de los siglos. De pronto, las nubes sobre él emprenden la retirada, y resurgen los instantes perdidos como aves cantando, haciéndome regresar a este presente improvisado. Entonces reanudo la caminata que había postergado para cederle unas horas a mis pensamientos. Sé que seguirán cayendo como las hojas del otoño, lejano aún. Sé que en algún momento tendré que lidiar con ellos, recogerlos antes de que se amontonen y me sea imposible decidir cuáles son dignos de guardar, o cuáles merecen ser desechados. Y mientras mis pies continúan guiándome a lo largo de la Philosophenweg (la Vereda de los Filósofos), todo empieza a recobrar el sentido.

Sí, todo parece más claro ahora. Tanto como los rayos de sol que recién se asoman entre el verde de las hojas, luchando por devolverle el color a este paraje deslavado por la lluvia, que comienza a refugiarse en la memoria de caminantes como yo. La luz y las respuestas se filtran por las ramas. Gradualmente se esfuma la palidez de una conclusión que tardó meses en llegar. Habitaba en lo profundo de mi alma; me hacía dormir con los brazos extendidos y el corazón encogido. Soy consciente ahora de que uno no elige las distancias que recorre, ni las piezas que le tocan para armar. Igual que no escogí el destino de este diario, sino él a mí. Al fin entiendo que ella es más fuerte que yo. Esta fuerza de gravedad empeñada en controlar mis acciones, que fluye en mi sangre como el opio de mi ansiedad. Pues bien: he decidido no andar errante por el mundo, buscando certidumbre en un rastro de pequeñas rocas espaciales. Tal vez la última pieza de mi rompecabezas no está en este planeta. Tal vez fue justo eso lo que me robó el cometa: la última pieza de mi cordura. Ya no importa. He decidido recuperarla... Creo que estoy hablando como enamorado. Concluyo entonces: si por amor he de seguir caminando, caminaré. Si por amor he de seguir escribiendo, escribiré. Si por amor he de buscar ese cometa, al menos para acercarme fugazmente a su estela, lo buscaré. Sólo así sentiré que pertenezco a un motivo. Sólo así estaré, por fin, viviendo.

Andoni

Life is what happens to you while you're busy making other plans.
- John Lennon




20101011

De semanas y estaciones


Lunes. No sabes si despertar o quedarte dormido. No sabes si enfrentarte a la monotonía de la realidad. Ni siquiera estás seguro de que ésta sea la realidad. Sólo sabes que existes, sí, pero: es estar aquí todo lo que quieres?No te gustaría moverte, viajar, recorrer países? O mejor, crear nuevos mundos?

Terminas por despertar y decides que el rompecabezas que has estado intentando resolver está en tu mente y nada más. No hay piezas, aunque sí hay huecos sin llenar. Escribes, esperando rellenar ese vacío con palabras ligeras escogidas al azar. Escribes, esperando. Escribes esperanza. Después lo que lees parece no tener demasiada coherencia. Tal vez sólo la tiene cuando tu mente va dictando a tus dedos los pasos a seguir. En ese preciso instante en el que tu universo se calla y lo único que escuchas es tu voz en el interior de tu cabeza. Pones atención a su relato, pero lo haces a medias, porque tienes temor de que tus sueños se mezclen demasiado con tus secretos, y ya no distinguir unos de otros, hasta el punto en que se fundan y tengas que gritar para sacarlos.

Las mañanas y las noches dialogan en un conteo infinito de postes de luz. Las semanas transcurren sin inmutarse, como en cables de teléfono a través de una ventana de este tren de incertidumbre. Las mañanas y las noches dialogan en un conteo incesante de tardes, estaciones y caminos.

Y mientras transitas por esta irrealidad, tratas de refugiarte en una sonrisa que te devuelve la cordura que no quieres. Sólo quieres mirarla fijamente, y conversar de tardes y recuerdos. Quieres saltar del tren con ella para viajar a un mundo nuevo y a la vez conocido. Quieres dejarte de palabrerías insulsas. Así tal vez un día puedas partir de la estación de sus ojos, y quizá puedas llegar al destino que encierra su boca.

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20100920

Hoja en blanco

Una hoja en blanco puede conducir al vértigo. Cuando me siento a escribir trato de no pensar en nada pero, si he de ser sincero, termino por distraerme ante la menor provocación. Tal vez mi distracción sea involuntaria, tal vez no. Dentro de las líneas que van apareciendo en pantalla habita una parte de mí. Incluso podría atreverme a decir que, una vez estando frente al texto, me cambia la cara. Mi expresión es muy parecida a la que puedo ver cuando me miro al espejo. Podría decir que soy yo mismo, y nada más. Y nada más importa, porque entonces es como si intentara establecer un diálogo conmigo, desde el teclado de una computadora, que conozco tan bien como mi voz.

El único problema de esta interacción es la frecuente manía de mi otro yo, el mental, de hablar en un idioma a veces incomprensible. Como si no pudiera decir una sola cosa al mismo tiempo. Como si en lugar de un sólo reflejo, hubiera decenas de ellos. Y los hay. Pienso que quien habla a través de mis dedos es una especie de representante de todos. Quizá es quien ha ganado la partida en ese momento, según mi estado de ánimo. Y cuando ganan la apatía o la indiferencia... bueno, es suficiente decir que la hoja seguirá en blanco.

Es precisamente esta condición de pertenencia hacia mí la causante de que las palabras a veces se rehúsen a materializarse. En lápiz, en tinta, en bytes. Cada letra es un pequeño trozo de mi mente. Incluso de mi alma. Entonces, no quiero escribir lo primero que se me ocurra, porque eso supondría correr el riesgo de perder el control sobre lo que se lee de mí. Como si cada árbol del bosque de mi mente perdiera una hoja al azar. Por supuesto, no puedo decidir qué hoja habrá de desprenderse, eso sí será un misterio para mí, al menos hasta que termine de escribir. Pero al menos sí puedo elegir el árbol del cual caerá.

Debo confesar que sí he escrito sin pensar. Alguna vez lo hice con tanta frecuencia que mis ideas se agolpaban en mi cabeza, torrentes de sangre y electricidad, desesperadas por salir. Y no es malo dejarse llevar. Nunca lo es. Los problemas vienen cuando se pierde la noción de pertenencia de la que he hablado. Porque las palabras, al brotar desde impulsos nerviosos de los músculos y huesos de mis manos, nerviosos impulsos son. Se asemejan a notas musicales sin un pentagrama donde alojarse. Desordenadas, sin un lugar donde vivir. Sin destino, sin motivo. Pinceladas de recuerdos sin un color definido. Y las gotas de lluvia de mis sueños escurren entre los párrafos, tratando de encontrar un significado. Un destinatario que pueda leer un mensaje traducido de un idioma a veces incomprensible. La hoja en blanco se convierte en una botella navegando en un mar de incertidumbre. A la espera de ser hallada, sobreviviendo tormentas. Haciéndole frente a las circunstancias.

Una hoja en blanco puede conducir al vértigo. No sé si escribiendo lo supero. Tan sólo sé que es una sensación tan embriagante como tratar de descifrar el secreto de unos ojos cafés bajo el sol matutino de otoño.

20100622

Lluvia de meteoros (El cometa, parte 6)


Saint Feliu de Llobregat, 8 de febrero de 2208

Hoy fue un día común y corriente, excepto por un evento en particular. En realidad, trato de no darle demasiada importancia. Después de todo, ¿quién se fija en el cielo en estos tiempos? No debe haber sido nada relevante. Bueno, admito que era una extraña combinación de luces y colores. Nada del otro mundo, tomando en cuenta que eso podría atribuirse fácilmente a nuestra espeluznantemente contaminada atmósfera, dependiendo de la hora del día y la estación del año.

Miento. No tengo idea de a quién trato de engañar. Desde el principio me parecía que había algo raro en el ambiente, sabía que éste sería un día especial, o por lo menos, no tan común. Además del habitual tono amarillento de nuestro cielo, algo llamó mi atención. Usualmente habría sentido el calor del sol bajo la planta de mis pies, y la brisa escurriéndose entre mis dedos como agua corriendo río abajo entre guijarros. En un día cualquiera, habría escuchado el silencio persistente de mis sueños acechando mi mente. Pero hoy no: hoy el aire se sentía más denso que de costumbre, como si hubiera reunido a su paso la ansiedad de todos con quienes se cruzaba en su camino, reuniendo el barro de sus conciencias y esparciéndolo indefinidamente.

Entonces sucedió. Primero una, dos, tres diminutas explosiones casi imperceptibles entre las nubes. Después, fueron aumentando tanto en tamaño como en intensidad, invadiendo la palidez circundante con colores: azul, violeta, negro, naranja. Semejaban gotas de tinta salpicando una hoja en blanco, desvaneciéndose poco a poco mas no del todo, dejando una huella indeleble tras de sí.

Naranja, bermellón, escarlata, carmín, sangre. Al final, el manto amarillo se desgarró y de él sólo quedaron algunos jirones dispersos entre el vino derramado por la fatalidad. Y entre matices de rojo y violeta, se formaron nubes azules de tormenta, que reventaron sin más. Lo que siguió fue una atmósfera húmeda de tristeza y tranquilidad simultáneas. Casi de desolación. Al menos a eso sabían las gotas de agua que mi lengua se atrevió a probar. Nunca sabré si este acto terminó por condicionar mi vida, o si mi alma se condenó con la visión que, a lo lejos, se presentó ante mis ojos.

Comenzó como un punto blanco. Gradualmente fue creciendo, hasta convertirse en una masa incandescente, visible a varios kilómetros. Caía entre nubes de vapor formadas a partir del contacto del agua en su superficie. Estrepitosamente, se impactó contra el suelo y lo atravesó cual recuerdo al corazón. Fue el primero de muchos. Los meteoritos continuaron descendiendo, perforando la tierra, sin dejar más rastro que pequeñas e intermitentes heridas.

…Y ahí estaba: miles de kilómetros por encima de mí, había una diminuta franja de luz haciéndole compañía al viento. Implacable, definitiva. La primera vez que la vi resultó ser una suerte de aventura insensata a la que muy pronto habría de sucumbir. A pesar del entorno a priori tan poco alentador, me di cuenta que el cometa tenía un efecto especialmente relajante sobre mí. Pocas veces me había sentido tan… tan… tan yo. Lo curioso, no obstante, es que ahora no puedo concebir mi vida como lo hacía antes. Siento como si uno de esos meteoritos se hubiera insertado en mis huesos y músculos, creciendo indefinidamente. ¿Quién sabe? Tal vez algún día el silencio insistente de mis pensamientos se convierta en un grito, provocando una reacción en cadena que me haga estallar.

Andoni

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5


20100601

Combustión interna

El cielo reflejado en el espejo me pareció más bien como una mancha oculta. Como un pincelazo de azul accidental sobre el lienzo de la ventana. Los sonidos subían hasta el quinto piso, recorriendo entumecidos la superficie de concreto del edificio. Y yo… con la mirada perdida en mi propia imagen, tratando de descifrarla. Mi piel no tenía color, ni mis ojos luz. Extrañamente, mi ropa se mimetizaba con el entorno casi por completo, como si estuviera hecha de un material transparente. Como si poco a poco se desintegrara, y yo con ella, absortos en el aire.

Hasta que hubo una pequeña explosión dentro de mí. La sangre comenzó a fundir mis huesos y mis músculos ya no eran más que puñados de cenizas. De pronto soy una masa amorfa e incandescente, una bola de fuego. Salgo intempestivamente por la ventana, rompiendo los cristales, alimentándome de cada partícula de aire a mi alrededor. A toda velocidad, me dedico a hacer perforaciones en las nubes. Arriba y abajo, de un lado a otro, aprovechando que ni siquiera se inmutan. Me decido a hacer permutaciones de tiempo y de lugar. Cambio de momento. Cambio de ciudad.

Los segundos no me pesan al pasar bajo los puentes, entre los rascacielos, jugando entre tejados y cúpulas de iglesias. Los automovilistas están tan concentrados en su diario devenir que no sienten mi presencia. Sólo los perros osan seguirme: para ellos soy la brisa cálida anunciando la llegada del verano, y corren esquivando bicicletas distraídas y pisando flores divertidas. Las parejas en el parque entrelazan sus manos y se besan; alardean al universo lo singular de sus momentos. Los veo y fugazmente les sonrío. Y a aquel tipo solitario que lee sentado en una banca me permito regalarle un puñado de hojas de árbol chamuscadas. Algunas se convierten en plumas y flotan en el lago que descansa frente a él. Entonces ríe sorprendido, pues cae en la cuenta de que lo que quiere es escribir.

Continué mi travesía dirigiéndome hacia el mar. Desde arriba pude ver el movimiento y la textura de las olas. Me acerqué, volando al ras del agua, intentando refrescarme (consciente de lo que eso implica). Sin pensarlo demasiado, subí. Subí hasta que la espuma se confundía con los trozos de algodón flotando. Esta vez sí se movían y no dudaban en envolverme tan gradualmente que robaban mi energía. La guardaron para después asustar a navegantes extraviados con un par de relámpagos hambrientos de embarcación. Y me dejé caer. En el instante del impacto con el agua, ya nada importaba. Nunca importó, realmente. Me hice vapor y me esparcí por la superficie, disolviéndome con el aire tan lenta como tranquilamente.

Al final, frente a mí se encontraba un yo aparentemente idéntico, pero extrañamente diferente. Aunque la esencia de mi reflejo parecía no haber cambiado, la imagen que me devolvía el espejo me reveló al fin parte de un misterio inesperado escondido en mi mirada. Es una lástima que no pueda arrojarme al vacío desde un séptimo piso por curiosidad. Tampoco se trata de matarme así como así. A veces creo que ya lo estoy haciendo, tan despacio que hacen falta estos lapsos de imaginación para intentar evitarlo. Y funcionan.




20100518

De Ícaro y un gato con tres pies

Soñé que mi gato tenía tres pies. De pronto maullaba y trepaba por las paredes, feliz. Porque a pesar de su inexacto número de extremidades, no había disminuido su agilidad. Usaba su cola para impulsarse, e incluso me atrevería a decir que, más que una desventura, su condición le había favorecido, pues se había descubierto capaz de sobreponerse a cualquier eventualidad del tipo que llamamos altamente traumática.

Soñé que el cielo se tornaba amarillo, con abundantes matices rosas. Sí, como en la película. Volaba hacia él y cometía la osadía de morder una nube. Sabía a vainilla. Tal vez un poco a fresa. Inesperadamente, me sentí una especie de Ícaro suicida: queriendo acercarme cada vez más al sol, sabiendo que mis alas no resistirían el calor... haciendo caso omiso a mi precavido subconsciente. Así que entre más alto estaba, mi vértigo crecía. Conforme la cera que unía las plumas se derretía, comenzaba a perder velocidad. Pero no me importaba. Tan sólo quería llegar tan alto como me fuera posible, hasta que dejarme caer resultara tan gratificante como lo había sido volar. Y entonces, precipitarme al vacío con la misma libertad que lo hace una gota de agua. Con la misma certidumbre. Con la misma claridad.

Y mientras dormía, el tiempo se daba el lujo de detenerse. La lluvia se convertía en una cortina infinita de granizo. La luna matutina se paralizaba, como reconociendo su intrusión en el espacio. Entonces los pájaros intentaban comérsela; inmóviles, tendrían que conformarse con un baño de luz filtrada por los árboles. Las estrellas agradecían flotar indefinidamente, con el viento partícipe y testigo, sus brazos traspasándolo en un abrazo inconcluso. Y yo veía todo como a través de un espejo. Como desde un beso.

Abro los ojos y recibo un golpe de realidad. Caigo en la cuenta, una vez más, de que a pesar de mis intentos todo sigue transcurriendo. Sin importar mis esfuerzos por juntar plumas y cera, al final no sé volar. Y con todo y mi tendencia natural a complicar lo simple, ni siquiera tengo gato.

Faster than the setting sun we'll run away.

-Fyfe Dangerfield