20100622

Lluvia de meteoros (El cometa, parte 6)


Saint Feliu de Llobregat, 8 de febrero de 2208

Hoy fue un día común y corriente, excepto por un evento en particular. En realidad, trato de no darle demasiada importancia. Después de todo, ¿quién se fija en el cielo en estos tiempos? No debe haber sido nada relevante. Bueno, admito que era una extraña combinación de luces y colores. Nada del otro mundo, tomando en cuenta que eso podría atribuirse fácilmente a nuestra espeluznantemente contaminada atmósfera, dependiendo de la hora del día y la estación del año.

Miento. No tengo idea de a quién trato de engañar. Desde el principio me parecía que había algo raro en el ambiente, sabía que éste sería un día especial, o por lo menos, no tan común. Además del habitual tono amarillento de nuestro cielo, algo llamó mi atención. Usualmente habría sentido el calor del sol bajo la planta de mis pies, y la brisa escurriéndose entre mis dedos como agua corriendo río abajo entre guijarros. En un día cualquiera, habría escuchado el silencio persistente de mis sueños acechando mi mente. Pero hoy no: hoy el aire se sentía más denso que de costumbre, como si hubiera reunido a su paso la ansiedad de todos con quienes se cruzaba en su camino, reuniendo el barro de sus conciencias y esparciéndolo indefinidamente.

Entonces sucedió. Primero una, dos, tres diminutas explosiones casi imperceptibles entre las nubes. Después, fueron aumentando tanto en tamaño como en intensidad, invadiendo la palidez circundante con colores: azul, violeta, negro, naranja. Semejaban gotas de tinta salpicando una hoja en blanco, desvaneciéndose poco a poco mas no del todo, dejando una huella indeleble tras de sí.

Naranja, bermellón, escarlata, carmín, sangre. Al final, el manto amarillo se desgarró y de él sólo quedaron algunos jirones dispersos entre el vino derramado por la fatalidad. Y entre matices de rojo y violeta, se formaron nubes azules de tormenta, que reventaron sin más. Lo que siguió fue una atmósfera húmeda de tristeza y tranquilidad simultáneas. Casi de desolación. Al menos a eso sabían las gotas de agua que mi lengua se atrevió a probar. Nunca sabré si este acto terminó por condicionar mi vida, o si mi alma se condenó con la visión que, a lo lejos, se presentó ante mis ojos.

Comenzó como un punto blanco. Gradualmente fue creciendo, hasta convertirse en una masa incandescente, visible a varios kilómetros. Caía entre nubes de vapor formadas a partir del contacto del agua en su superficie. Estrepitosamente, se impactó contra el suelo y lo atravesó cual recuerdo al corazón. Fue el primero de muchos. Los meteoritos continuaron descendiendo, perforando la tierra, sin dejar más rastro que pequeñas e intermitentes heridas.

…Y ahí estaba: miles de kilómetros por encima de mí, había una diminuta franja de luz haciéndole compañía al viento. Implacable, definitiva. La primera vez que la vi resultó ser una suerte de aventura insensata a la que muy pronto habría de sucumbir. A pesar del entorno a priori tan poco alentador, me di cuenta que el cometa tenía un efecto especialmente relajante sobre mí. Pocas veces me había sentido tan… tan… tan yo. Lo curioso, no obstante, es que ahora no puedo concebir mi vida como lo hacía antes. Siento como si uno de esos meteoritos se hubiera insertado en mis huesos y músculos, creciendo indefinidamente. ¿Quién sabe? Tal vez algún día el silencio insistente de mis pensamientos se convierta en un grito, provocando una reacción en cadena que me haga estallar.

Andoni

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5


20100601

Combustión interna

El cielo reflejado en el espejo me pareció más bien como una mancha oculta. Como un pincelazo de azul accidental sobre el lienzo de la ventana. Los sonidos subían hasta el quinto piso, recorriendo entumecidos la superficie de concreto del edificio. Y yo… con la mirada perdida en mi propia imagen, tratando de descifrarla. Mi piel no tenía color, ni mis ojos luz. Extrañamente, mi ropa se mimetizaba con el entorno casi por completo, como si estuviera hecha de un material transparente. Como si poco a poco se desintegrara, y yo con ella, absortos en el aire.

Hasta que hubo una pequeña explosión dentro de mí. La sangre comenzó a fundir mis huesos y mis músculos ya no eran más que puñados de cenizas. De pronto soy una masa amorfa e incandescente, una bola de fuego. Salgo intempestivamente por la ventana, rompiendo los cristales, alimentándome de cada partícula de aire a mi alrededor. A toda velocidad, me dedico a hacer perforaciones en las nubes. Arriba y abajo, de un lado a otro, aprovechando que ni siquiera se inmutan. Me decido a hacer permutaciones de tiempo y de lugar. Cambio de momento. Cambio de ciudad.

Los segundos no me pesan al pasar bajo los puentes, entre los rascacielos, jugando entre tejados y cúpulas de iglesias. Los automovilistas están tan concentrados en su diario devenir que no sienten mi presencia. Sólo los perros osan seguirme: para ellos soy la brisa cálida anunciando la llegada del verano, y corren esquivando bicicletas distraídas y pisando flores divertidas. Las parejas en el parque entrelazan sus manos y se besan; alardean al universo lo singular de sus momentos. Los veo y fugazmente les sonrío. Y a aquel tipo solitario que lee sentado en una banca me permito regalarle un puñado de hojas de árbol chamuscadas. Algunas se convierten en plumas y flotan en el lago que descansa frente a él. Entonces ríe sorprendido, pues cae en la cuenta de que lo que quiere es escribir.

Continué mi travesía dirigiéndome hacia el mar. Desde arriba pude ver el movimiento y la textura de las olas. Me acerqué, volando al ras del agua, intentando refrescarme (consciente de lo que eso implica). Sin pensarlo demasiado, subí. Subí hasta que la espuma se confundía con los trozos de algodón flotando. Esta vez sí se movían y no dudaban en envolverme tan gradualmente que robaban mi energía. La guardaron para después asustar a navegantes extraviados con un par de relámpagos hambrientos de embarcación. Y me dejé caer. En el instante del impacto con el agua, ya nada importaba. Nunca importó, realmente. Me hice vapor y me esparcí por la superficie, disolviéndome con el aire tan lenta como tranquilamente.

Al final, frente a mí se encontraba un yo aparentemente idéntico, pero extrañamente diferente. Aunque la esencia de mi reflejo parecía no haber cambiado, la imagen que me devolvía el espejo me reveló al fin parte de un misterio inesperado escondido en mi mirada. Es una lástima que no pueda arrojarme al vacío desde un séptimo piso por curiosidad. Tampoco se trata de matarme así como así. A veces creo que ya lo estoy haciendo, tan despacio que hacen falta estos lapsos de imaginación para intentar evitarlo. Y funcionan.