20100225

Experimento fugaz sobre lo trascendente

Siempre se ha sentido algo desorientado. Como desconectado del mundo, o conectado a uno propio. No sabe si es por el hecho de preguntarse siempre cosas aparentemente irrelevantes a los ojos de los demás, o tal vez porque concede más importancia de la debida a lo que es, según su juicio, verdaderamente trascendental. Trascender... ¿puede haber una palabra tan comprometedora como ésa? En ocasiones se pregunta si Einstein pretendió trascender al declarar lo relativo en el mundo. ¿Sabía Shakespeare del lío en el que se metían Romeo y Julieta al llevar su amor al plano trascendental entre la vida y la muerte? Quizá Kundera entendía que lo ligero de la existencia trasciende en el momento en que no se puede soportar, y se desea la felicidad provocada por las casualidades cuando se ponen de acuerdo y añaden un peso, un propósito, un objetivo a nuestras vidas.

Aquel día, en la estación de tren de Múnich, dejó de sentirse perdido. En realidad, ya lo había hecho desde un tiempo atrás, pero fue hasta que se despidieron y la vio partir cuando la descubrió verdaderamente imprescindible para él. Fue una especie de confirmación, más que un descubrimiento. Todo lo que ya sabía, todas las teorías y pensamientos inciertos que había tenido, encontraron su causa, su justificación... y al fin desaparecieron para convertirse en un hecho. Algo comprobado científicamente. Claro, dentro de sus propios parámetros y métodos de medición a base de prueba y error. No cabía duda. Este tipo de momentos se habían estado repitiendo así que, si de un experimento se tratara, y se obtuviera el mismo resultado varias veces, no quedaba más opción que aprobar la hipótesis: verdaderamente le costaba trabajo imaginar la vida sin su Julieta.

De pronto los rieles del tren habían cobrado un carácter de traidores artífices de una nostalgia repentina que se instaló en su mente. Así, sin permiso. Ahí, en donde los pensamientos se fundían con el ir y venir de pasajeros apresurados, de familiares despidiéndose, de trenes llegando y otros partiendo hacia su destino. Llegaron hasta las superficies más accesibles de su mente, desde los rincones más inhóspitos, sonidos de fracaso y desesperación, golpéandolo intempestivamente, como oleadas. Sin embargo, casi al mismo tiempo, fueron reemplazados por la voz alegre de su propia alma, al divisar el resplandor del faro en medio de la tormenta, cuando sus miradas se encontraron. Cuando sus ojos lo encontraron.

El tren partió. Fue entonces cuando José comprendió la trascendencia de ese instante. Y no le importó lo que opinaran de él: ni los turistas japoneses próximos a abordar, ni el empleado de la línea ferroviaria, ni siquiera las risueñas estudiantes francesas de intercambio. Ya no importaba absolutamente nada. Permaneció unos minutos en el andén. Con la mirada perdida, dio un paso fuera de su mundo. Y lloró.

Acabas de leer algo que escribí hace poco más de 3 años (por cierto, tuve que "pulirlo" un poco, de pronto me encontré cosas que no me gustaban tanto). Es curioso mirar de repente por el espejo retrovisor y darte cuenta de cuánto has cambiado. No importa si mucho o poco, si para bien o para mal. Solamente tú lo sabes, o al menos tratas de hacerte una idea. Intentas descubrir qué es lo que se ha quedado de esa persona que ya no eres. Como cuando te reconoces en una fotografía vieja y piensas "¿ése era yo?" Pues sí, sí era yo. Aunque la esencia sigue ahí, muchos fragmentos del alma se han renovado. No me resulta nada fácil (como a nadie, supongo) decir cuál es la parte de mí que extraño más, o cuál es la que agradezco se haya desvanecido. Eso no significa que no lo sepa. En fin. A veces es bueno mirar atrás para recordar por qué somos quienes somos. Y eso que no hablo de dejar viajar la mente hacia posibilidades infinitas tipo "¿qué hubiera pasado si...?" Porque el hubiera existe, claro que sí. Tengo mi propia teoría al respecto, pero la subiré otro día en un post totalmente intrascendente ;)


Questions of science, science and progress,
do not speak as loud as my heart.
-Coldplay



20100209

Cosmonauta errante (El Cometa, parte 3)

(Les ofrezco una disculpa por el tamaño de la letra, el procesador de texto del blogger no es de lo mejor y se pone loco de repente).

Qué curioso. La última vez que miré al cielo, recuerdo haber escuchado el silencio matutino envolviéndome. Ese día, ahora tan lejano, sentí la luz fluyendo por mis venas y los colores llenando mis pupilas. Ese día, justo antes de emprender esta travesía - o suicidio, en palabras de muchos -, tenía una meta y rumbo fijos en mi mente.


Este silencio, en cambio, no es del todo agradable. Ante todo, es relativo, puesto que los instrumentos de mi nave se han vuelto locos debido a los constantes y abruptos cambios de curso que he debido seguir en ocasiones, y no han dejado de chillar estrepitosamente. Aunque, claro está, después de algunas semanas con ese ruido incesante de compañía, uno termina por acostumbrarse. Ya ni siquiera me acompañan las voces de mis colegas, insistentes, tratando de disuadirme. Estoy solo conmigo.

No, este silencio no es nada agradable. Ya no escucho la música molecular que dejaba la estela del cometa a años luz de su paso. Por ende, me es más difícil definir su trayectoria, ya no digamos tratar de anticiparme a ella. No sé qué me desespera más, si la ausencia de sonidos o la falta de motivación... Todos mis cálculos y esquemas realizados hasta ahora han salido mal. Todas mis teorías han sido refutadas de forma aplastante por los hechos, nada alentadores (gracias, Dr. Grund). Es como si estuviera todo al revés, y ahora el vacío no estuviera afuera, en la negra soledad del espacio, sino aquí. Parece que una especie de agujero negro se ha instalado en mi pecho, y gradualmente devora mis entrañas. Pronto, si no pasa algo que lo impida, terminaré por disolverme en mis pensamientos y me convertiré en una masa de energía amorfa, flotando entre galaxias. Sin ruta, sin destino.

Asomo la cabeza por una escotilla. En el exterior impera una oscuridad solamente comparable con la decepción que ha alcanzado los rincones más optimistas de mi alma. Siento unas ganas tremendas de maldecir. A las circunstancias. A la suerte. Al universo. Pero, sobre todo, a mi obstinación. Confieso que no he sido un buen científico. No he guiado mi investigación de forma objetiva, sino fabricando fundamentos a partir de intuiciones, de presentimientos. Corazonadas... qué palabra tan graciosa. Usualmente no hago más que reírme de la ironía que asocia mi nombre con mi profesión. Corazón y ciencia. Triste ironía ahora, meses después de aquella discusión en el observatorio, en la cual me creí capaz de sortear cualquier obstáculo, de desafiar cualquier lógica contraria a la mía. Sin más, me creí invencible cuando, evidentemente, no lo soy.

De pronto, a través del cristal veo algo parecido a un punto de luz. No, no puede ser, estoy en un área totalmente inexplorada, tan lejos de mi planeta que ni siquiera aparece en los hologramas intergalácticos de nuestro extenso archivo cartográfico. Mi ubicación es tan incierta que mi regreso a casa está condicionado por meras conjeturas. Por otro lado, puede ser que, después de todo, la filosofía del Dr. Glück sea correcta. Quizá sí: cuando toda esperanza parece desvanecerse a nuestro alrededor, cuando todo apunta al fracaso, aparece la suerte.

Sin duda, debo estar loco. Es decir, aún más que al principio de la misión. Tan loco como para aferrarme a una vaga coincidencia, o tanto para reconocerlo. No importa. Ya no tengo nada que perder, así que cualquier cosa que encuentre allá afuera será una novedad. Es difícil de creer, pero podría ser incluso otro astronauta sin rumbo, como yo, que mastica kilómetros para el desayuno y se acuesta con las estrellas como lámparas de noche. Debo apresurarme, estoy desviándome demasiado del extraño objeto. Cambiaré de curso inmediatamente. He de descubrir el origen de esa señal luminosa. ¿Quién sabe? tal vez ahí haya algo que le devuelva el sentido a esta búsqueda que parece perdida.

Who knows? Maybe there isn't
a vein of stars calling out my name.

-The Flaming Lips

20100203

Química atmosférica

Hoy el cielo se ha vuelto alquimista. En él coexisten el sol de la mañana, las gotas de lluvia nocturna y la luna de la tarde, como una rara combinación de sabores, entre helado de yoghurt, té de cítricos y moca. Como un guiño de un universo alterno a través de la luz refractada en prismas de agua. El aire frío de la noche se rehúsa a ceder su lugar al nuevo día. Tal vez es nostalgia traducida en moléculas que atraviesan los poros de tu piel y se integran poco a poco a tu sangre, hasta que no queda rastro aparente de ella. Hay un silencio inusual en la calle, pese a no ser tan temprano. Y es a través de la escasez de sonidos que tu alma se decide a gritarte, para ver si así volteas por fin y le dedicas un par de minutos.

Por un brevísimo instante, te permites convertirte en un elemento más de esta yuxtaposición etérea de texturas. Por un momento, nada importa. Vives entre recuerdos que le tomaste prestados a la suerte; con la esperanza, siempre latente, de aumentar tu colección indefinidamente. Durante unos cuantos, preciosos segundos, eres consciente de tu participación efímera en el mundo, y absorbes sensaciones, palabras y colores. Rosa, anaranjado, amarillo, gris, azul, blanco.

Regresas. Llueve. Decides capturar en tu memoria lo agridulce del evento, experimento de tus sentidos sin hipótesis real o coherente. Concluyes, sonriendo, que esta atmósfera tiene mucho más de cuatro sabores.