20110131

El Cometa IX: La niebla y el halcón.

Yo era el del mapa. Siempre me gustó tener la sensación de control sobre la dirección de mis pasos. Como consecuencia, me hacía acreedor de cierta antipatía por parte de mis compañeros de excursión, entre ellos Josef Herz. Bueno, lo de él no era antipatía como tal. Él sólo se reía de mis precauciones, excesivas desde su punto de vista. No era que no le diera importancia a mi opinión, al contrario: en el fondo, sabía que yo tenía razón. Por eso me decía: "¿Y dónde está entonces la diversión de la incertidumbre? ¿cuál es el punto de explorar estos parajes, si no tenemos la posibilidad de encontrar cosas nuevas e interesantes? Ven, Nikolai, caminemos unos cuantos kilómetros más. De todos modos, si algo llegara a pasar, podremos recurrir a tu excelentemente detallado mapa ¿de acuerdo?". A regañadientes, terminé cediendo. Al final, yo sabía que Josef valoraba lo que yo pensaba, pero quería llevar nuestro recorrido más allá, doblando un poco las reglas, incluso rompiéndolas a veces. Sólo intentaba conciliar al grupo y nada más.

Seguimos entonces con nuestra travesía por las montañas de Khaadelap, una de las regiones más inhóspitas de Araj. O al menos lo sería sin un mapa como el mío, claro está. Con la ayuda de nuestros satélites, se podía obtener información precisa de la topografía del lugar, estudios hidrológicos, vegetación, incluso especies de fauna local. Solamente hacía falta reunir todos los datos, interpretarlos, clasificarlos y vaciarlos en tablas, gráficas y matrices, hasta armar un informe cartográfico tan preciso que no daba lugar a situaciones imprevistas como extravíos o accidentes. A la fecha, no oculto el orgullo que me causa haber sido el autor de tan célebre trabajo. Se necesitaba un alto grado de imprudencia para hacer caso omiso de un mapa como éste y aventurarse sin más en las montañas. Imprudencia que, al parecer, estábamos dispuestos a cometer.

Nos encontrábamos en un claro del bosque al pie del monte Yume, formación rocosa que había adquirido cierta fama por ser envuelta en una extraña neblina sin razón aparente, y decidimos pasar ahí la noche. Ante nosotros teníamos un largo día, pues pretendíamos comenzar a escalar a primera hora de la mañana, justamente para intentar descubrir el origen de la misteriosa niebla. Nos levantamos con los primeros tintes lilas en el cielo, teniendo como prioridad llegar por lo menos a la mitad del ascenso para el mediodía. Tras un par de horas de haber comenzado nuestra caminata estábamos bastante optimistas, pues el clima había resultado muy favorable. No se había presentado ningún contratiempo; incluso decidimos darnos el lujo de tomar un pequeño descanso. Debo admitir que picó mi orgullo el hecho de que todo hubiera transcurrido según el plan sin necesidad alguna de mi mapa, aunque mi humor terminó por mejorar después de un almuerzo entre las rocas, contemplando el valle extendiéndose a nuestros pies. En ese momento me congratulé por haber apoyado la decisión de Josef y dejado un poco de oportunidad al azar. Aunque, claramente, yo no podía saber que el mismo azar nos haría vivir una anécdota por demás peculiar. Y ya para que un hombre de ciencia como yo, Nikolai Grund, admita eso, es bastante decir. Durante años he tratado de encontrarla, pero a la fecha no he dado con ninguna explicación lógica, o siquiera coherente, para lo acontecido en ese risco.

Habíamos cumplido nuestro primer objetivo y llegamos a la mitad del monte cerca del mediodía. Tomaríamos otro pequeño descanso, puesto que ahora comenzaría la parte complicada del trayecto. A partir de este punto, el peñasco se convertía en una maraña de túneles, cuevas y precipicios, por contar sólo algunos peligros. Se decía que quienes se habían aventurado a subir más allá habían regresado con una condición mental tan trastornada que difícilmente podría decirse que seguían siendo ellos mismos. Y eso era en el caso de los pocos que habían regresado. Dadas las circunstancias, no era precisamente sabio avanzar sin luz de día, por lo que habíamos acordado pasar la tarde buscando una cueva propicia para refugiarnos hasta el amanecer y entonces continuar con nuestra investigación al día siguiente. Encontramos un lugar adecuado cuando el sol comenzaba a ocultarse y alrededor solamente podían distinguirse siluetas oscuras y extrañas de las demás montañas, coexistiendo con la mancha oscura e indefinida que ahora era el valle kilómetros abajo. Encendimos una fogata, organizamos las guardias y nos preparamos para dormir. Debo confesar que para entonces yo ya no estaba muy seguro de seguir con la expedición. Comenzaba a preocuparme, aunque no podía asegurar por qué. Éramos seis personas en el grupo, lo cual parecía ser suficiente como para hacer frente a un posible peligro, y había quedado demostrado que lo era para avanzar rápidamente. Pero había algo en el aire que me daba mala espina. De nuevo mi mente me estaba reprochando no haber seguido el mapa. Decidí hacerle caso a mi orgullo: si Josef no sugería regresar, no sería yo el primero en acobardarse. Pensando en esto, la gravedad se apoderó de mis párpados, hasta que se cerraron completamente.

Un murmullo constante me hizo abrirlos de repente. Parecía que el viento me estaba jugando una mala pasada. Me disponía a dormir de nuevo, cuando lo volví a escuchar. Semejaban voces acompañadas de música, aunque no entendía una palabra de lo que decían. Intenté descifrarlas hasta que callaron. Ahora sí estaba despierto. Mi reloj marcaba las tres de la madrugada. Hacía mucho frío y nuestra hoguera se había extinguido. Todos dormían. O casi todos. Faltaba Josef, quien casualmente tendría que estar haciendo su guardia a esa hora. Esto fue lo que realmente terminó por levantarme de mi lecho. Él no era del tipo irresponsable ni mucho menos, y por eso me extrañó mucho su ausencia. Consternado, decidí salir a buscarlo. Otra vez las voces. Esta vez susurraban más insistentemente. Con la esperanza de conseguir alguna pista del paradero de Herz (y de que se callaran), las seguí. No bien salí de la cueva, cuando descubrí un destello de luz ladera arriba, al parecer la fuente de los murmullos y la música. No sólo eso: a lo lejos pude discernir una silueta avanzando hacia la luz. Era él: "¡Josef! ¡Josef!" Lo llamé sin cesar y sin respuesta. Avancé rápidamente tratando de alcanzarlo. Conforme lo hacía, el resplandor aumentaba en intensidad, y las voces también. Descubrí que la música era sólo el resultado del juego tétrico del viento entre los árboles y los pasadizos rocosos del lugar. Nada tranquilizador.

Por fin lo alcancé. Josef estaba de pie al borde de un abismo que servía de separación entre nuestra montaña y una muy cercana (el monte Suisei, no menos misterioso, por cierto). Me detuve a su lado: "Herz, ¿qué diablos haces aquí?... ¡Herz! ¡Josef!" Pero por más que lo llamaba, no me escuchaba. Su mirada estaba fija en la pared de roca que se hallaba cincuenta metros frente a él. Ahí se había detenido el destello de luz que había estado siguiendo. Parecía haberse fundido con la roca, concentrándose en un pequeño círculo girando sobre sí mismo. Entonces sucedió. El círculo se convirtió en un diminuto remolino brillante, creciendo a cientos de revoluciones por minuto, hasta que pronto la superficie lisa de la roca se coloreó de dorado, formando una especie de nube resplandeciente que se desprendió de ella, flotando entre una montaña y la otra, justo frente a nuestros ojos. Mientras tanto, y tardé un poco en darme cuenta de esto, la famosa niebla objeto de nuestra excursión había estado subiendo desde el precipicio, extendiéndose a nuestro alrededor y envolviéndonos en una cortina de tintes grises y violetas, tan alta que no podía ver el cielo más que como una insignificante mancha negra sobre nuestras cabezas. Por si esto fuera poco, las voces cada vez hablaban más claramente, casi como si se deslizaran por nuestros oídos. Al fin entendí, al menos, el idioma que hablaban: era griego. No soy ningún experto en esta lengua tan antigua (tanto que en este planeta era muy raro encontrarse alguien que la hablara), pero sí conseguí comprender una palabra: "Melpómene". Al mismo tiempo, la nube de luz no había dejado de transformarse. En lo que supongo fueron algunos minutos, tomó la forma de un ave gigante: un halcón extendía sus alas y empezaba a agitarlas dominando toda la escena, montando una excepcional coreografía con la niebla. Las voces, la niebla, la luz, la música del viento. Todos los elementos se reunían en un acto tan increíble como revelador. Porque comprendimos en ese instante que se trataba del conjunto de las almas que se habían quedado aquí atrapadas, esperando encontrar su destino en estos parajes. Por eso pocos regresaban. Por eso quienes lo hacían, se habían perdido en sí mismos. Así, el halcón agitaba sus alas cada vez más rápido, absorbiendo todo a nuestro alrededor. En un momento, todo se fundió en un gran resplandor, y las voces pronunciaron ese nombre al unísono: "Melpómene". El halcón fue desvaneciéndose en una línea de luz que se prolongaba hacia arriba y en diagonal, hacia las estrellas, hasta que se fundió en un punto de luz y desapareció. De pronto, todo fue silencio. Silencio. Y un par de sabios con cara de tontos, recién descubriendo algo para lo que no tenían respuesta.

No supimos cómo reaccionar, ni qué hacer. Regresamos al campamento sin decir una palabra y tratamos de dormir. A la mañana siguiente emprendimos el regreso a casa. Por alguna razón no nos fue difícil convencer al resto del grupo. Tal vez habían presenciado algo parecido en sus sueños, tal vez no. Lo cierto es que ya no se veían entusiasmados con seguir la investigación. Sabían que algo no andaba del todo bien, y no insistieron. Por nuestra parte, Josef y yo no volvimos a hablar del asunto. Pero sí pude notar un cambio en él. Durante años, se ha dedicado a buscar algo diferente en el universo. Aunque sus contribuciones a nuestra comunidad han sido de inmenso valor, se ha ganado la fama de "extravagante" a causa de sus teorías. Y, al no encontrar resultados contundentes que las avalen, lo he visto abatido y frustrado por momentos. Después, desarrolla otra hipótesis igual o más loca que la anterior. Yo sé lo que busca. Quiere encontrar el destino de esa luz, de esa... estrella. Por eso, cuando surgió el cometa, se emocionó tanto con las posibles implicaciones. Por eso cree tanto en su misión de seguirlo. Él está convencido de que no fue casualidad haber sido testigos de tal fenómeno, y ha dedicado su vida, como él dice, a "hallar una explicación para su destino". Irónicamente, yo creo que sólo fue suerte. Sí, me inquieta pensar en el suceso, pero no lo considero más que producto del azar. Me cansé de buscar datos donde no los hay, así que me he dedicado a registrar tantos como he podido, dentro de mi alcance. Lo que pasó ese día tal vez dividió nuestras opiniones sobre el mundo, pero nos acercó más como seres humanos. Por eso, ya que no pude disuadirlo, me habría gustado acompañarlo. Después de todo, yo era el del mapa.