20110227

El Cometa X: Nube de asteroides

Nunca pensaste que rastrear un cuerpo celeste sería tan complicado. Sabías que sería desgastante, pero has llegado al punto en que se ha vuelto frustrante. Casi deprimente. Mientras flotas a la deriva, recuerdas las palabras que leíste en el diario de Andoni. Recuerdas también su destino final. Sigues dispuesto a correr cualquier riesgo, lo estás corriendo en este momento. Aún así, un inesperado pesimismo se ha instalado con sigilo en tu ánimo, y no puedes evitar pensar en lo que se convertirá tu vida en el futuro. Piensas en cada consecuencia, en cada posibilidad, ya sea que tengas éxito en tu misión o que fracases rotundamente. Tratas de no engañarte: la verdad es que tienes miedo de ambas situaciones. Cada estrella que dejas atrás se convierte en una pregunta, en una pequeña duda. Poco a poco, se van amontonando hasta formar constelaciones difusas. Otras se aglutinan en galaxias tan grandes como tu incertidumbre o tu optimismo, y chocan entre sí. Se funden. Se desvanecen en la oscuridad del vacío que te rodea.

¿Y qué si nunca logras tu objetivo? Te quedarás con un sabor muy amargo en tu boca, cubierto a medias por la idea de que nunca te rendiste. Pero entonces ¿qué sentido habrán tenido tantos años de investigación? ¿para qué arriesgar tu amistad con Nikolai Grund con tantas y tan intensas discusiones? ¿es que acaso has desperdiciado la mitad de tu vida en una empresa destinada a la perdición? Tal vez el Dr. Glück tenga razón. Tal vez ese 1% de probabilidad de éxito es lo que alimenta tu emoción tanto como tu obstinación. Y eso es lo que te asusta: el hecho de poner todos tus esfuerzos en un suceso tan poco probable... pero probable, al fin. Esta última conclusión resulta como un iceberg contra el que casi chocan tu experiencia y tu lógica. Entonces sigues. Sigues. Sigues.

Pero existe también el otro escenario. Esa remota casualidad por la que has viajado tantos años luz que ya perdiste la cuenta. Si llegara a cumplirse tu deseo, ya no de alcanzarlo, sino de siquiera encontrar el rastro del cometa... en realidad, no sabes qué harías. Te atormentas pensando en cómo vas a reaccionar en el momento en que tengas al destino frente a ti, llamándote por tu nombre. Todo cambiaría de un modo que no conoces. Claro que has planteado experimentos, desarrollado teorías, enlistado planes de acción para llevarlos a cabo en caso de tan afortunado acontecimiento. Sin embargo, sólo hay algo definitivo en todo aquello que has imaginado para lidiar con tal evento: es muy probable que ningún experimento arroje resultados concretos, que todas tus teorías estén equivocadas o sean imposibles de comprobar, que ninguno de tus planes pueda aplicarse satisfactoriamente. En pocas palabras, no hay en ti el más mínimo atisbo de certeza.

Cuando despiertas cada mañana (o la idea de "mañana" que tiene tu reloj biológico), lo primero que haces es intentar recordar lo que has soñado, porque crees que sólo en tus sueños podrás estar cerca de tu objetivo, y sólo ahí encontrarás el camino que ponga fin a tu búsqueda. Tratas de recrear lo sucedido esa noche lejana en el monte Yume, pero ha pasado tanto tiempo que las respuestas cada vez parecen más difíciles de hallar. Todas las imágenes son borrosas; sólo alcanzas a distinguir un brillo cegador acompañado de voces coreando un nombre: el nombre de tu cometa. Las horas pasan imperceptiblemente, tal como los miles de kilómetros de espacio alrededor del Stardust 906, que lleva semanas flotando sin rumbo fijo en busca de un planeta en donde establecerse. Eso es otro problema. Tus cálculos no estaban tan errados, puesto que las provisiones no durarán demasiado tiempo más. Quizá, siendo optimistas, una semana. Necesitas encontrar un planeta, o tal vez un asteroide, y necesitas hacerlo ya. A este paso, todas las interrogantes en tu cabeza desaparecerán tan fácilmente como surgieron y, dentro de unos días, darán lugar al hambre. Ciertamente sería un final muy triste, que no estás dispuesto a esperar.

Te asomas por una escotilla de observación. Nada. Tan sólo oscuridad absoluta alimentándose de tus esperanzas. Sales de la cabina de mando y te diriges a los andenes de descarga. Caminas entre cenizas, escombros y cadáveres de la antigua tripulación. Piensas que pronto te unirás a ellos. Agotado a causa de tan lúgubres ocurrencias, te detienes y te sientas en el suelo. Recargas tu espalda contra una columna y alzas la mirada hacia la cubierta, unos treinta metros sobre tu cabeza. Sin mayor intención que entretener tu mente, la examinas. El material con el que está fabricada parece muy resistente, tal vez sea una aleación de cristal, plástico y partículas de metal. Cada uno de sus segmentos está intercalado con enormes vigas que corren a lo largo, todas ellas aparentemente sólidas, pero cuya composición no alcanzas a descifrar. Aunque no puedes negar que la vista hacia el exterior es espectacular, tampoco te sientes demasiado protegido. No te cabe duda que la gente del capitán Andoni le daba mucho valor a lo decorativo, pues fuera de eso, no encuentras justificación alguna para sacrificar la funcionalidad de una techumbre hecha puramente de titanio.

Estás a punto de sumergirte en la nostalgia por tu planeta, cuando un extraño sonido apagado interrumpe tus cavilaciones. ¡Clink! ¿De dónde podrá venir? ¡Clink! Giras la cabeza buscando por un lado, luego por el otro. ¡Clink, clink! Ahí está otra vez. ¡Clink, clink, clink! Se hace cada vez más frecuente. ¡Clink, clink! Viene de arriba, ya no hay duda. ¡Clink, clink, clink! Si no estuvieras en el espacio exterior, jurarías que estás escuchando granizo al caer sobre tu ventana, mirando cómo se amontona en los rincones del jardín. ¡CLANK! Eso no es granizo. Y tampoco está precisamente cayendo, sólo flota, y se cruza en su camino la cubierta de la estación. ¡Clink! ¡CLANK! Ahora lo ves claramente: lo que produce esos extraños ruidos son rocas. En principio, te impresiona la diversidad de tamaños, hasta que tratas de ver más allá del cristal que te separa del inerte entorno. Son cientos. No. Miles, probablemente cientos de miles de rocas viajando a la deriva, escurriéndose entre las estrellas, acompañando en una danza fatal la trayectoria errante del Stardust. Has entrado a lo que parece ser una nube de asteroides.

Sabes que estás en un verdadero y por demás inusual predicamento. Las nubes de asteroides son formaciones tan raras dentro del universo que casi rozan el estatus de leyenda. No son como los cinturones, que navegan sobre una órbita, sino que se mantienen dentro de una ruta errática, tanto que son muy escasas las apariciones de las que se tiene algún registro. Y los que se tienen tampoco son tomados demasiado en serio. Se dice que estas nubes podrían ser el origen de algunos cometas. Incluso, se dice también, que muchos asteroides con órbitas notablemente excéntricas terminan así, y muy probablemente son cometas que ya se han extinguido.

Todo sucede tan rápidamente que apenas logras darte cuenta. Has visto una enorme mancha gris aproximándose hacia ti, creciendo a cada segundo, chocando contra la techumbre de la estación. Tal como lo temías, no ha resistido. Fragmentos de cristal, escombros, roca, metal. Todo aquello que no forma parte del piso o las paredes es succionado por el vacío que ha dejado el imponente asteroide después del impacto. No sabes exactamente cómo has llegado ahí, pero logras aferrarte a una columna para no ser jalado por la negra inmensidad del universo. El fuselaje del Stardust comienza a desprenderse de la estructura, como si de una cáscara de fruta se tratara. Ahora sólo es cuestión de segundos para que tú también te pierdas en ese caos. Las reflexiones que hasta apenas hace unos minutos hacías sobre tu vida de pronto carecen de sentido. Mientras tus dedos sudorosos se sueltan uno a uno del borde de la columna, no puedes dejar de pensar en la decepción que te causa no cumplir el objetivo que has perseguido durante tantos años. Te devora la impotencia de saber que todo termina aquí. Te niegas a creerlo. La angustia recorre tu rostro como un cosquilleo líquido salido de tus ojos. Al menos lo intentaste. Ya no puedes sostenerte más y terminas por dejarte ir. ¿Por qué tiene que ser así? No lo entiendes. Gritas como nunca lo has hecho, sabiendo que nadie puede escucharte. Gritas con los ojos cerrados. Algo te golpea la cabeza y te desvaneces en la oscuridad de la nada.

Please could you stay awhile to share my grief
For its such a lovely day
To have to always feel this way
And the time that I will suffer less
Is when I never have to wake

Wandering stars, for whom it is reserved
The blackness of darkness forever
Wandering stars, for whom it is reserved
The blackness of darkness forever


20110131

El Cometa IX: La niebla y el halcón.

Yo era el del mapa. Siempre me gustó tener la sensación de control sobre la dirección de mis pasos. Como consecuencia, me hacía acreedor de cierta antipatía por parte de mis compañeros de excursión, entre ellos Josef Herz. Bueno, lo de él no era antipatía como tal. Él sólo se reía de mis precauciones, excesivas desde su punto de vista. No era que no le diera importancia a mi opinión, al contrario: en el fondo, sabía que yo tenía razón. Por eso me decía: "¿Y dónde está entonces la diversión de la incertidumbre? ¿cuál es el punto de explorar estos parajes, si no tenemos la posibilidad de encontrar cosas nuevas e interesantes? Ven, Nikolai, caminemos unos cuantos kilómetros más. De todos modos, si algo llegara a pasar, podremos recurrir a tu excelentemente detallado mapa ¿de acuerdo?". A regañadientes, terminé cediendo. Al final, yo sabía que Josef valoraba lo que yo pensaba, pero quería llevar nuestro recorrido más allá, doblando un poco las reglas, incluso rompiéndolas a veces. Sólo intentaba conciliar al grupo y nada más.

Seguimos entonces con nuestra travesía por las montañas de Khaadelap, una de las regiones más inhóspitas de Araj. O al menos lo sería sin un mapa como el mío, claro está. Con la ayuda de nuestros satélites, se podía obtener información precisa de la topografía del lugar, estudios hidrológicos, vegetación, incluso especies de fauna local. Solamente hacía falta reunir todos los datos, interpretarlos, clasificarlos y vaciarlos en tablas, gráficas y matrices, hasta armar un informe cartográfico tan preciso que no daba lugar a situaciones imprevistas como extravíos o accidentes. A la fecha, no oculto el orgullo que me causa haber sido el autor de tan célebre trabajo. Se necesitaba un alto grado de imprudencia para hacer caso omiso de un mapa como éste y aventurarse sin más en las montañas. Imprudencia que, al parecer, estábamos dispuestos a cometer.

Nos encontrábamos en un claro del bosque al pie del monte Yume, formación rocosa que había adquirido cierta fama por ser envuelta en una extraña neblina sin razón aparente, y decidimos pasar ahí la noche. Ante nosotros teníamos un largo día, pues pretendíamos comenzar a escalar a primera hora de la mañana, justamente para intentar descubrir el origen de la misteriosa niebla. Nos levantamos con los primeros tintes lilas en el cielo, teniendo como prioridad llegar por lo menos a la mitad del ascenso para el mediodía. Tras un par de horas de haber comenzado nuestra caminata estábamos bastante optimistas, pues el clima había resultado muy favorable. No se había presentado ningún contratiempo; incluso decidimos darnos el lujo de tomar un pequeño descanso. Debo admitir que picó mi orgullo el hecho de que todo hubiera transcurrido según el plan sin necesidad alguna de mi mapa, aunque mi humor terminó por mejorar después de un almuerzo entre las rocas, contemplando el valle extendiéndose a nuestros pies. En ese momento me congratulé por haber apoyado la decisión de Josef y dejado un poco de oportunidad al azar. Aunque, claramente, yo no podía saber que el mismo azar nos haría vivir una anécdota por demás peculiar. Y ya para que un hombre de ciencia como yo, Nikolai Grund, admita eso, es bastante decir. Durante años he tratado de encontrarla, pero a la fecha no he dado con ninguna explicación lógica, o siquiera coherente, para lo acontecido en ese risco.

Habíamos cumplido nuestro primer objetivo y llegamos a la mitad del monte cerca del mediodía. Tomaríamos otro pequeño descanso, puesto que ahora comenzaría la parte complicada del trayecto. A partir de este punto, el peñasco se convertía en una maraña de túneles, cuevas y precipicios, por contar sólo algunos peligros. Se decía que quienes se habían aventurado a subir más allá habían regresado con una condición mental tan trastornada que difícilmente podría decirse que seguían siendo ellos mismos. Y eso era en el caso de los pocos que habían regresado. Dadas las circunstancias, no era precisamente sabio avanzar sin luz de día, por lo que habíamos acordado pasar la tarde buscando una cueva propicia para refugiarnos hasta el amanecer y entonces continuar con nuestra investigación al día siguiente. Encontramos un lugar adecuado cuando el sol comenzaba a ocultarse y alrededor solamente podían distinguirse siluetas oscuras y extrañas de las demás montañas, coexistiendo con la mancha oscura e indefinida que ahora era el valle kilómetros abajo. Encendimos una fogata, organizamos las guardias y nos preparamos para dormir. Debo confesar que para entonces yo ya no estaba muy seguro de seguir con la expedición. Comenzaba a preocuparme, aunque no podía asegurar por qué. Éramos seis personas en el grupo, lo cual parecía ser suficiente como para hacer frente a un posible peligro, y había quedado demostrado que lo era para avanzar rápidamente. Pero había algo en el aire que me daba mala espina. De nuevo mi mente me estaba reprochando no haber seguido el mapa. Decidí hacerle caso a mi orgullo: si Josef no sugería regresar, no sería yo el primero en acobardarse. Pensando en esto, la gravedad se apoderó de mis párpados, hasta que se cerraron completamente.

Un murmullo constante me hizo abrirlos de repente. Parecía que el viento me estaba jugando una mala pasada. Me disponía a dormir de nuevo, cuando lo volví a escuchar. Semejaban voces acompañadas de música, aunque no entendía una palabra de lo que decían. Intenté descifrarlas hasta que callaron. Ahora sí estaba despierto. Mi reloj marcaba las tres de la madrugada. Hacía mucho frío y nuestra hoguera se había extinguido. Todos dormían. O casi todos. Faltaba Josef, quien casualmente tendría que estar haciendo su guardia a esa hora. Esto fue lo que realmente terminó por levantarme de mi lecho. Él no era del tipo irresponsable ni mucho menos, y por eso me extrañó mucho su ausencia. Consternado, decidí salir a buscarlo. Otra vez las voces. Esta vez susurraban más insistentemente. Con la esperanza de conseguir alguna pista del paradero de Herz (y de que se callaran), las seguí. No bien salí de la cueva, cuando descubrí un destello de luz ladera arriba, al parecer la fuente de los murmullos y la música. No sólo eso: a lo lejos pude discernir una silueta avanzando hacia la luz. Era él: "¡Josef! ¡Josef!" Lo llamé sin cesar y sin respuesta. Avancé rápidamente tratando de alcanzarlo. Conforme lo hacía, el resplandor aumentaba en intensidad, y las voces también. Descubrí que la música era sólo el resultado del juego tétrico del viento entre los árboles y los pasadizos rocosos del lugar. Nada tranquilizador.

Por fin lo alcancé. Josef estaba de pie al borde de un abismo que servía de separación entre nuestra montaña y una muy cercana (el monte Suisei, no menos misterioso, por cierto). Me detuve a su lado: "Herz, ¿qué diablos haces aquí?... ¡Herz! ¡Josef!" Pero por más que lo llamaba, no me escuchaba. Su mirada estaba fija en la pared de roca que se hallaba cincuenta metros frente a él. Ahí se había detenido el destello de luz que había estado siguiendo. Parecía haberse fundido con la roca, concentrándose en un pequeño círculo girando sobre sí mismo. Entonces sucedió. El círculo se convirtió en un diminuto remolino brillante, creciendo a cientos de revoluciones por minuto, hasta que pronto la superficie lisa de la roca se coloreó de dorado, formando una especie de nube resplandeciente que se desprendió de ella, flotando entre una montaña y la otra, justo frente a nuestros ojos. Mientras tanto, y tardé un poco en darme cuenta de esto, la famosa niebla objeto de nuestra excursión había estado subiendo desde el precipicio, extendiéndose a nuestro alrededor y envolviéndonos en una cortina de tintes grises y violetas, tan alta que no podía ver el cielo más que como una insignificante mancha negra sobre nuestras cabezas. Por si esto fuera poco, las voces cada vez hablaban más claramente, casi como si se deslizaran por nuestros oídos. Al fin entendí, al menos, el idioma que hablaban: era griego. No soy ningún experto en esta lengua tan antigua (tanto que en este planeta era muy raro encontrarse alguien que la hablara), pero sí conseguí comprender una palabra: "Melpómene". Al mismo tiempo, la nube de luz no había dejado de transformarse. En lo que supongo fueron algunos minutos, tomó la forma de un ave gigante: un halcón extendía sus alas y empezaba a agitarlas dominando toda la escena, montando una excepcional coreografía con la niebla. Las voces, la niebla, la luz, la música del viento. Todos los elementos se reunían en un acto tan increíble como revelador. Porque comprendimos en ese instante que se trataba del conjunto de las almas que se habían quedado aquí atrapadas, esperando encontrar su destino en estos parajes. Por eso pocos regresaban. Por eso quienes lo hacían, se habían perdido en sí mismos. Así, el halcón agitaba sus alas cada vez más rápido, absorbiendo todo a nuestro alrededor. En un momento, todo se fundió en un gran resplandor, y las voces pronunciaron ese nombre al unísono: "Melpómene". El halcón fue desvaneciéndose en una línea de luz que se prolongaba hacia arriba y en diagonal, hacia las estrellas, hasta que se fundió en un punto de luz y desapareció. De pronto, todo fue silencio. Silencio. Y un par de sabios con cara de tontos, recién descubriendo algo para lo que no tenían respuesta.

No supimos cómo reaccionar, ni qué hacer. Regresamos al campamento sin decir una palabra y tratamos de dormir. A la mañana siguiente emprendimos el regreso a casa. Por alguna razón no nos fue difícil convencer al resto del grupo. Tal vez habían presenciado algo parecido en sus sueños, tal vez no. Lo cierto es que ya no se veían entusiasmados con seguir la investigación. Sabían que algo no andaba del todo bien, y no insistieron. Por nuestra parte, Josef y yo no volvimos a hablar del asunto. Pero sí pude notar un cambio en él. Durante años, se ha dedicado a buscar algo diferente en el universo. Aunque sus contribuciones a nuestra comunidad han sido de inmenso valor, se ha ganado la fama de "extravagante" a causa de sus teorías. Y, al no encontrar resultados contundentes que las avalen, lo he visto abatido y frustrado por momentos. Después, desarrolla otra hipótesis igual o más loca que la anterior. Yo sé lo que busca. Quiere encontrar el destino de esa luz, de esa... estrella. Por eso, cuando surgió el cometa, se emocionó tanto con las posibles implicaciones. Por eso cree tanto en su misión de seguirlo. Él está convencido de que no fue casualidad haber sido testigos de tal fenómeno, y ha dedicado su vida, como él dice, a "hallar una explicación para su destino". Irónicamente, yo creo que sólo fue suerte. Sí, me inquieta pensar en el suceso, pero no lo considero más que producto del azar. Me cansé de buscar datos donde no los hay, así que me he dedicado a registrar tantos como he podido, dentro de mi alcance. Lo que pasó ese día tal vez dividió nuestras opiniones sobre el mundo, pero nos acercó más como seres humanos. Por eso, ya que no pude disuadirlo, me habría gustado acompañarlo. Después de todo, yo era el del mapa.