20100323

Stardust 906 (El Cometa, parte 5)

Hasta ahora, ha sido un viaje largo. Ya lo esperaba, pero igual le ha parecido extenuante. Estaba a punto de darse por vencido. Mejor dicho, ya lo había hecho. Entre estadísticas y hechos, sus sueños no parecían resistir los embates de la probabilidad. Su confianza estaba siendo minada por la mala suerte. Estaba, a todas luces, perdido. Tras de sí había un gran vacío consumiéndolo todo. Aún podía sentir la gravedad sobre su cuerpo pero, más que nada, sobre su espíritu. Apenas hace unos cuantos años luz pudo restablecer su rumbo, al menos temporalmente. Josef no imaginó que la estación espacial estuviera tan apartada. En un principio, incluso dudó de su existencia; imaginó que se trataba de un fragmento de algún asteroide, o tal vez un pequeño y desconocido planeta. Cuando por fin arribó a la plataforma múltiple de despegue, lo primero que hizo fue recostarse en su asiento, dentro de su cápsula. Poco a poco, fue cerrando los ojos, el silencio circundante se hacia cada más intenso, adueñándose de su conciencia...

Soñó que era miembro del equipo de la estación. No tenía muy claro su puesto, solamente se sabía relacionado a la logística de envíos a otras estaciones. Trabajaba organizando embarques, cuando el lugar fue atacado por piratas espaciales (de quienes sólo había escuchado en cuentos de su niñez). Los corsarios destrozaron el lugar: saqueando, matando, destruyendo todo a su paso. Notó algo curioso en su comportamiento. Además de saciar su mezquina hambre de violencia y posesiones, parecían buscar algo con ahínco. Transcurrieron tan sólo unos momentos para confirmarlo. Uno de ellos (el contramaestre, por lo que pudo deducir) se dirigió a él y lo agarró por el cuello, sin darle tiempo a oponer ningún tipo de resistencia a su fuerte brazo. ¿Dónde está?, le gritó a Herz. (¿Dónde está qué cosa? contestó él, asustado) Escucha, pequeña rata, no hemos viajado millones de años luz, arrasando colonias y planetas enteros como para que no estés enterado, pero aún así te lo diré. Buscamos polvo cósmico. (¿p-p-polvo cósmico?) ¡Sí! Específicamente, aquél que se desprende de ese famoso cometa del que hablan todos en la galaxia: Melpómene. (¿Melpómene? ¿no era eso un asteroide?) ¿Y cómo pretendes que lo sepa? Yo sólo sé que ése es el nombre del cometa, lo demás no me interesa. Ahora, mi paciencia se agota, y mira que tienes suerte de que yo no sea el capitán, ¡él ya te habría matado! Te repito la pregunta: ¿dónde está? (no... creo que hay un error... el nombre de la estación no tiene nada que ver con ese polvo cósm.) ¡Mientes! lo interrumpió el pirata, ¡ya me hartaste! Sacó su cuchillo y lo deslizó sin piedad sobre la garganta de Josef... Un gran destello blanco, acompañado por una sacudida, lo hicieron despertar. No escuchaba otra cosa más que el sonido de su agitada respiración. No recordó de inmediato dónde se encontraba. Tuvo que sentir el tacto húmedo del sudor en su traje espacial para regresar a la realidad. Ese sueño fue de lo más estresante que había experimentado desde hacía mucho tiempo. Después de tomar un rápido refrigerio, decidió salir a explorar el sitio.



Lo primero que vio -y que no notó al llegar- fue el nombre de la estación sobre un inmenso panel metálico, dominando el puerto de carga y descarga: "ESTACIÓN DE INTERCAMBIO STARDUST 906". Curioso, pensó, sin darle mayor importancia a tan extraña coincidencia. A su alrededor, todo era desorden. Por todos lados había contenedores tirados formando pequeñas islas de desperdicio en un mar de papeles (¡Papel! ¡Pero qué civilización tan rara que todavía confiaba sus registros a tan exótico material!). Avanzó un poco más y vio una pequeña colina de libros chamuscados, sorprendiéndose aún más de encontrar reliquias tan valiosas en un lugar tan inesperado. Pero cuando se acercó, observó con más detenimiento. En ese montón de basura y cenizas, no había solamente restos de libros. El bocadillo que había comido hace unos minutos estuvo a punto de regresar hasta su boca después de reparar, horrorizado, en las decenas de cráneos y huesos amontonados... Piratas. No podía haber otra explicación. Los cuerpos y libros quemados son, como dice la leyenda, su tarjeta de presentación. Esta vez, Herz no pudo evitar que la duda lo asaltara. Había ahora dos coincidencias entre su sueño y lo que estaba viendo en ese andén abandonado. Sacudió la cabeza y no le permitió a su imaginación imponerse a su cordura. Al menos, no por el momento, pues tenía que continuar investigando.

En el puente de mando no encontró mucho, pero sí algo de una relevancia potencial enorme. En el suelo, colgando de una silla, estaba lo que parecía haber sido la chaqueta del capitán de la estación. Al hurgar en los bolsillos, extrajo un pequeño objeto de tenue brillo: una llave. Dedujo que con ella podría abrir la puerta de su camarote. Afortunadamente, no tuvo que recorrer demasiados pasillos para dar con él. Comenzó a registrar la habitación, sin hallar algo fuera de lo común: una cama, un escritorio, un armario y un par de repisas. Un tanto decepcionado, se disponía a salir cuando, de pronto, algo llamó su atención. En una esquina del umbral de la puerta, en un ángulo desde el que pasaría totalmente desapercibida para cualquiera que no mirara hacia arriba, había grabada, casi ilegible, una letra "M" dentro de un círculo. Un vago presentimiento lo invadió y entonces se quedó examinando el borde del dintel, recorriéndolo lentamente con la mirada, hasta que descubrió una pequeña ranura, prácticamente imperceptible, a unos cincuenta centímetros del piso. Tomó unas tijeras del escritorio (no sin antes preguntarse para qué demonios las usaría alguien en un lugar como éste) e introdujo las puntas en la ranura. Haciendo palanca sobre la vieja lámina que servía de recubrimiento, logró desprenderla, dejando a la vista un agujero del ancho del muro y tan largo como su mano. Con la excitación propia de quien por fin descubre lo que buscaba, sacó de él una pequeña caja metálica, cerrada con un seguro. Forzó el seguro, la abrió y no dio crédito a lo que veía. Dentro había un cuaderno negro con pasta rígida, una especie de bitácora, pero no fue eso el objeto de su admiración. Como atraídos por un imán, sus ojos no podían apartarse de los tres fragmentos de piedra de color violeta descansando en el fondo de la caja. Simplemente no podía creerlo, estaba demasiado entusiasmado. Pensaba que nunca sería capaz de ver este material tan de cerca y en tales cantidades. Si. Era polvo cósmico. Y no cualquier tipo de polvo: polvo de un cometa único en galaxias enteras. Su cometa. Esto último lo confirmó al ver lo escrito en la tapa del cuaderno: "Melpómene". Y entonces comprendió aquellas coincidencias entre lo que su subconsciente le hizo pasar mientras dormía y lo que estaba viviendo ahora. Era la evidencia final. Estas diminutas rocas aparecieron en un lugar tan extraño, tan inesperado y, sobre todo, tan lejano, que sólo pudo empezar a creer un poco en las hipótesis del Dr. Schicksal. Esto debía ser cosa del destino. Lo más impresionante, por si la sola existencia de las piedras no lo fuera, era el darse cuenta de que el cometa tenía gran poder y alcance no sólo en su planeta, sino también en infinidad de civilizaciones habitando este universo. Más aún, embelesaba por igual tanto a esta gente, como a la de su planeta. Decidió rebautizar su cometa, al menos coloquialmente, con este nuevo nombre que le parecía más adecuado, considerando sus ya conocidas características.

Melpómene. En la primera página del cuaderno, evidentemente escrita por el capitán, leyó una corta pero reveladora nota: "Lo que aquí intento reflejar con la insuficiencia de mis palabras es mi visión del mundo, alterado irremediablemente después de haber tenido la suerte de contemplar la estela del cometa. Tan sólo trato de mostrar el efecto que tiene sobre mi alma, al grado de viajar por años luz queriendo capturar siquiera un poco de su esencia. Irónicamente, mientras más me acerco más parece alejarse de mí".

Invadido por la curiosidad, comenzó a leer...






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