20100601

Combustión interna

El cielo reflejado en el espejo me pareció más bien como una mancha oculta. Como un pincelazo de azul accidental sobre el lienzo de la ventana. Los sonidos subían hasta el quinto piso, recorriendo entumecidos la superficie de concreto del edificio. Y yo… con la mirada perdida en mi propia imagen, tratando de descifrarla. Mi piel no tenía color, ni mis ojos luz. Extrañamente, mi ropa se mimetizaba con el entorno casi por completo, como si estuviera hecha de un material transparente. Como si poco a poco se desintegrara, y yo con ella, absortos en el aire.

Hasta que hubo una pequeña explosión dentro de mí. La sangre comenzó a fundir mis huesos y mis músculos ya no eran más que puñados de cenizas. De pronto soy una masa amorfa e incandescente, una bola de fuego. Salgo intempestivamente por la ventana, rompiendo los cristales, alimentándome de cada partícula de aire a mi alrededor. A toda velocidad, me dedico a hacer perforaciones en las nubes. Arriba y abajo, de un lado a otro, aprovechando que ni siquiera se inmutan. Me decido a hacer permutaciones de tiempo y de lugar. Cambio de momento. Cambio de ciudad.

Los segundos no me pesan al pasar bajo los puentes, entre los rascacielos, jugando entre tejados y cúpulas de iglesias. Los automovilistas están tan concentrados en su diario devenir que no sienten mi presencia. Sólo los perros osan seguirme: para ellos soy la brisa cálida anunciando la llegada del verano, y corren esquivando bicicletas distraídas y pisando flores divertidas. Las parejas en el parque entrelazan sus manos y se besan; alardean al universo lo singular de sus momentos. Los veo y fugazmente les sonrío. Y a aquel tipo solitario que lee sentado en una banca me permito regalarle un puñado de hojas de árbol chamuscadas. Algunas se convierten en plumas y flotan en el lago que descansa frente a él. Entonces ríe sorprendido, pues cae en la cuenta de que lo que quiere es escribir.

Continué mi travesía dirigiéndome hacia el mar. Desde arriba pude ver el movimiento y la textura de las olas. Me acerqué, volando al ras del agua, intentando refrescarme (consciente de lo que eso implica). Sin pensarlo demasiado, subí. Subí hasta que la espuma se confundía con los trozos de algodón flotando. Esta vez sí se movían y no dudaban en envolverme tan gradualmente que robaban mi energía. La guardaron para después asustar a navegantes extraviados con un par de relámpagos hambrientos de embarcación. Y me dejé caer. En el instante del impacto con el agua, ya nada importaba. Nunca importó, realmente. Me hice vapor y me esparcí por la superficie, disolviéndome con el aire tan lenta como tranquilamente.

Al final, frente a mí se encontraba un yo aparentemente idéntico, pero extrañamente diferente. Aunque la esencia de mi reflejo parecía no haber cambiado, la imagen que me devolvía el espejo me reveló al fin parte de un misterio inesperado escondido en mi mirada. Es una lástima que no pueda arrojarme al vacío desde un séptimo piso por curiosidad. Tampoco se trata de matarme así como así. A veces creo que ya lo estoy haciendo, tan despacio que hacen falta estos lapsos de imaginación para intentar evitarlo. Y funcionan.




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