¿Y qué si nunca logras tu objetivo? Te quedarás con un sabor muy amargo en tu boca, cubierto a medias por la idea de que nunca te rendiste. Pero entonces ¿qué sentido habrán tenido tantos años de investigación? ¿para qué arriesgar tu amistad con Nikolai Grund con tantas y tan intensas discusiones? ¿es que acaso has desperdiciado la mitad de tu vida en una empresa destinada a la perdición? Tal vez el Dr. Glück tenga razón. Tal vez ese 1% de probabilidad de éxito es lo que alimenta tu emoción tanto como tu obstinación. Y eso es lo que te asusta: el hecho de poner todos tus esfuerzos en un suceso tan poco probable... pero probable, al fin. Esta última conclusión resulta como un iceberg contra el que casi chocan tu experiencia y tu lógica. Entonces sigues. Sigues. Sigues.
Pero existe también el otro escenario. Esa remota casualidad por la que has viajado tantos años luz que ya perdiste la cuenta. Si llegara a cumplirse tu deseo, ya no de alcanzarlo, sino de siquiera encontrar el rastro del cometa... en realidad, no sabes qué harías. Te atormentas pensando en cómo vas a reaccionar en el momento en que tengas al destino frente a ti, llamándote por tu nombre. Todo cambiaría de un modo que no conoces. Claro que has planteado experimentos, desarrollado teorías, enlistado planes de acción para llevarlos a cabo en caso de tan afortunado acontecimiento. Sin embargo, sólo hay algo definitivo en todo aquello que has imaginado para lidiar con tal evento: es muy probable que ningún experimento arroje resultados concretos, que todas tus teorías estén equivocadas o sean imposibles de comprobar, que ninguno de tus planes pueda aplicarse satisfactoriamente. En pocas palabras, no hay en ti el más mínimo atisbo de certeza.
Cuando despiertas cada mañana (o la idea de "mañana" que tiene tu reloj biológico), lo primero que haces es intentar recordar lo que has soñado, porque crees que sólo en tus sueños podrás estar cerca de tu objetivo, y sólo ahí encontrarás el camino que ponga fin a tu búsqueda. Tratas de recrear lo sucedido esa noche lejana en el monte Yume, pero ha pasado tanto tiempo que las respuestas cada vez parecen más difíciles de hallar. Todas las imágenes son borrosas; sólo alcanzas a distinguir un brillo cegador acompañado de voces coreando un nombre: el nombre de tu cometa. Las horas pasan imperceptiblemente, tal como los miles de kilómetros de espacio alrededor del Stardust 906, que lleva semanas flotando sin rumbo fijo en busca de un planeta en donde establecerse. Eso es otro problema. Tus cálculos no estaban tan errados, puesto que las provisiones no durarán demasiado tiempo más. Quizá, siendo optimistas, una semana. Necesitas encontrar un planeta, o tal vez un asteroide, y necesitas hacerlo ya. A este paso, todas las interrogantes en tu cabeza desaparecerán tan fácilmente como surgieron y, dentro de unos días, darán lugar al hambre. Ciertamente sería un final muy triste, que no estás dispuesto a esperar.
Te asomas por una escotilla de observación. Nada. Tan sólo oscuridad absoluta alimentándose de tus esperanzas. Sales de la cabina de mando y te diriges a los andenes de descarga. Caminas entre cenizas, escombros y cadáveres de la antigua tripulación. Piensas que pronto te unirás a ellos. Agotado a causa de tan lúgubres ocurrencias, te detienes y te sientas en el suelo. Recargas tu espalda contra una columna y alzas la mirada hacia la cubierta, unos treinta metros sobre tu cabeza. Sin mayor intención que entretener tu mente, la examinas. El material con el que está fabricada parece muy resistente, tal vez sea una aleación de cristal, plástico y partículas de metal. Cada uno de sus segmentos está intercalado con enormes vigas que corren a lo largo, todas ellas aparentemente sólidas, pero cuya composición no alcanzas a descifrar. Aunque no puedes negar que la vista hacia el exterior es espectacular, tampoco te sientes demasiado protegido. No te cabe duda que la gente del capitán Andoni le daba mucho valor a lo decorativo, pues fuera de eso, no encuentras justificación alguna para sacrificar la funcionalidad de una techumbre hecha puramente de titanio.
Estás a punto de sumergirte en la nostalgia por tu planeta, cuando un extraño sonido apagado interrumpe tus cavilaciones. ¡Clink! ¿De dónde podrá venir? ¡Clink! Giras la cabeza buscando por un lado, luego por el otro. ¡Clink, clink! Ahí está otra vez. ¡Clink, clink, clink! Se hace cada vez más frecuente. ¡Clink, clink! Viene de arriba, ya no hay duda. ¡Clink, clink, clink! Si no estuvieras en el espacio exterior, jurarías que estás escuchando granizo al caer sobre tu ventana, mirando cómo se amontona en los rincones del jardín. ¡CLANK! Eso no es granizo. Y tampoco está precisamente cayendo, sólo flota, y se cruza en su camino la cubierta de la estación. ¡Clink! ¡CLANK! Ahora lo ves claramente: lo que produce esos extraños ruidos son rocas. En principio, te impresiona la diversidad de tamaños, hasta que tratas de ver más allá del cristal que te separa del inerte entorno. Son cientos. No. Miles, probablemente cientos de miles de rocas viajando a la deriva, escurriéndose entre las estrellas, acompañando en una danza fatal la trayectoria errante del Stardust. Has entrado a lo que parece ser una nube de asteroides.
Sabes que estás en un verdadero y por demás inusual predicamento. Las nubes de asteroides son formaciones tan raras dentro del universo que casi rozan el estatus de leyenda. No son como los cinturones, que navegan sobre una órbita, sino que se mantienen dentro de una ruta errática, tanto que son muy escasas las apariciones de las que se tiene algún registro. Y los que se tienen tampoco son tomados demasiado en serio. Se dice que estas nubes podrían ser el origen de algunos cometas. Incluso, se dice también, que muchos asteroides con órbitas notablemente excéntricas terminan así, y muy probablemente son cometas que ya se han extinguido.
Todo sucede tan rápidamente que apenas logras darte cuenta. Has visto una enorme mancha gris aproximándose hacia ti, creciendo a cada segundo, chocando contra la techumbre de la estación. Tal como lo temías, no ha resistido. Fragmentos de cristal, escombros, roca, metal. Todo aquello que no forma parte del piso o las paredes es succionado por el vacío que ha dejado el imponente asteroide después del impacto. No sabes exactamente cómo has llegado ahí, pero logras aferrarte a una columna para no ser jalado por la negra inmensidad del universo. El fuselaje del Stardust comienza a desprenderse de la estructura, como si de una cáscara de fruta se tratara. Ahora sólo es cuestión de segundos para que tú también te pierdas en ese caos. Las reflexiones que hasta apenas hace unos minutos hacías sobre tu vida de pronto carecen de sentido. Mientras tus dedos sudorosos se sueltan uno a uno del borde de la columna, no puedes dejar de pensar en la decepción que te causa no cumplir el objetivo que has perseguido durante tantos años. Te devora la impotencia de saber que todo termina aquí. Te niegas a creerlo. La angustia recorre tu rostro como un cosquilleo líquido salido de tus ojos. Al menos lo intentaste. Ya no puedes sostenerte más y terminas por dejarte ir. ¿Por qué tiene que ser así? No lo entiendes. Gritas como nunca lo has hecho, sabiendo que nadie puede escucharte. Gritas con los ojos cerrados. Algo te golpea la cabeza y te desvaneces en la oscuridad de la nada.
Please could you stay awhile to share my grief
For its such a lovely day
To have to always feel this way
And the time that I will suffer less
Is when I never have to wake
Wandering stars, for whom it is reserved
The blackness of darkness forever
Wandering stars, for whom it is reserved
The blackness of darkness forever